lunes, 5 de marzo de 2018


TIEMPO PARA VIVIR UNA FE COMPARTIDA

Al salir Jesús de las aguas del Jordán, bautizado por su primo Juan, se inicia una etapa de silencio en el desierto, de búsqueda para aclarar el sentido de su vida, de encuentro consigo mismo y con Dios.

Tras esta etapa nos encontramos con una personalidad diferente -“esta forma de enseñar es nueva”-, cargada con los signos concretos de la vida de los que se encuentra a su alrededor. Es un caminante incansable que llama a un grupo a estar con Él y a compartir la vida entre todos; es un maestro que enseña con un lenguaje limpio y transparente hablando muy bien de Dios, su Padre y nuestro Padre, y de su reinado en medio de los hombres, con una parcialidad especial hacia los más pobres, pequeños, indefensos y débiles; es un sanador del cuerpo y del espíritu haciendo renacer oportunidades nuevas en quienes carecían de ellas o se las habían quitado en nombre, incluso, de la fe; es un creyente con una experiencia profunda y una mirada de altura para fortalecer la fe, y ser testigo para vivir y cumplir la voluntad de Dios.

La cuaresma, el tiempo que estamos viviendo en la Iglesia, nos enseña a seguir muy especialmente los pasos de Jesús, animando y fortaleciendo nuestra fe y queriendo vivir especialmente los signos de su misericordia y de su compasión.

En nuestra comunidad parroquial ha tenido mucho valor encontrarnos reunidos en torno a su Palabra y a los signos realizados en su vida. Lo hemos recreado, escuchado, reflexionado y orado en algunas páginas concretas de los evangelios. Los Ejercicios Espirituales Parroquiales celebrados la semana pasada nos han introducido en la experiencia de aquellos que se encontraron con Jesús. ¡Qué bien nos ha guiado la sabiduría y la sencillez de la Hermana Isabel a la que estamos profundamente agradecidos! Ella ha conseguido acercarnos el pan de la Palabra como el alimento más sencillo, pero más real, para llevarnos al corazón misericordioso y compasivo de Jesús, a la vez que nos invitaba a vivir la fe en comunidad, con los demás, haciendo la experiencia de una pascua nueva que llama a la esperanza del encuentro con el Resucitado.

Creemos en un Dios que sale hacia nosotros como le ocurrió a la mujer samaritana o al paralítico de la piscina de Siloé; creemos en un Dios a quien buscamos al estilo de Zaqueo o la mujer pecadora que entró en casa de Simón el fariseo; y aceptamos que no hay fe en solitario, que solos no podemos vivir ni el aprendizaje, ni la experiencia, ni el testimonio de la fe, como le ocurrió a los caminantes de Emaús o a algunos apóstoles en la pesca del lago de Galilea. Todas estas personas se sintieron bien en la presencia de Jesús, acogieron su palabra, se llenaron de los signos de la compasión en los que no había ni rechazo ni exclusión; abrieron su vida a la experiencia de un amor transformador y liberador de ataduras, malas miradas, desprecios, miedos, dudas, debilidades, … así es Jesús, quien hace camino en esta cuaresma con cada uno de nosotros.

Y de nuevo hemos vivido, por tercer año consecutivo, la experiencia de las “24 horas para el Señor”. Una jornada completa de oración personal y comunitaria, y de celebraciones en las que tenían especial presencia las dos vigilias, tanto la de jóvenes como la de adultos. Nos volvieron a recibir con mucha alegría nuestras Hermanas Concepcionistas abriendo las puertas de la Capilla a todos los que quisimos asistir y estar largo tiempo con el Señor. De nuevo se escucharon sus palabras: “¡Hoy quiero hospedarme en tu casa!”.

La Cuaresma es tiempo fuerte de fe, pero nunca solos. Nos necesitamos unos a otros. En la comunidad se recuperan las fuerzas y como dice la canción, estas se rehacen en la mesa. Que apostemos por la necesidad de vivir una fe compartida.