sábado, 11 de febrero de 2012

COMPASIÓN HUMANA

El evangelio de san Marcos nos presenta hoy la conocida curaciçon que el Señor hizo al leproso que le salió al encuentro.

Para centrar este pasaje es necesario conocer lo apuntado en el Libro del Levítico, en el que se dedican dos extensos capítulos (el 13 y el 14) al tema de la lepra. Ahí se prescribe que, una vez declarada la enfermedad por parte del sacerdote, “el leproso llevará las vestiduras rasgadas, la cabeza desgreñada y el bigote tapado, e irá gritando: «¡Impuro, impuro!». Mientras le dura la lepra, será impuro. Vivirá aislado y tendrá su morada fuera del campamento” (13,45-46).

En contra de la legislación imperante, el leproso se acerca a Jesús y, en contra de la misma legislación, Jesús lo toca.

La ley buscaba proteger a la sociedad de lo que consideraba un peligro grave –el contagio de una enfermedad a la que temían sobremanera-; Jesús no duda en infringir la ley, aun a sabiendas de que él mismo se hacía “impuro”, y se atreve incluso al riesgo del contagio. El motivo de su actuación es solo uno: la compasión.  

“Compasión” es la capacidad de sentir con el otro, poniéndose en su lugar. Comporta un “estremecimiento” ante el sufrimiento ajeno y se traduce en una ayuda eficaz. El elemento del “servicio eficaz” es un componente imprescindible para que se pueda hablar de compasión, según el evangelio.
  
Por ello, quizás sea bueno preguntarnos qué la favorece, de dónde nace, qué requiere y qué obstáculos encontramos para vivirla.

El sentimiento de compasión se ve favorecido por la experiencia de la propia necesidad,  de la fragilidad. Indudablemente, al palpar la propia limitación, nos “reconciliamos” con nuestra humanidad, nos hacemos más “humanos”.

Y desde ahí, puede crecer la capacidad de empatizar con el otro, particularmente cuando se halla en situación de necesidad o precariedad. En este sentido, puede decirse que la experiencia del dolor nos humaniza y sensibiliza ante el dolor ajeno. A partir de ahí, la compasión puede abrirse camino. El bien de los otros es mi bien; su dolor, mi dolor.
  
Con todo, la vivencia de la compasión requiere dos condiciones: una sensibilidad limpia y un afecto liberado. Para poder “vibrar” con el otro, hace falta que nuestra sensibilidad no esté congelada ni endurecida; de otro modo, el sufrimiento ajeno chocaría contra nuestra coraza, y seríamos incapaces de sentirlo.

Por otro lado, es necesario también que hayamos liberado nuestra capacidad de amar: el bloqueo de la misma nos mantendría encerrados, impidiéndonos “salir” positivamente hacia la persona que sufre. Por decirlo brevemente: para vivir la compasión –no la vive quien quiere, sino quien puede-, necesitamos aprender a sentir y aprender a amar (también a nosotros mismos).  

Ese es uno de los obstáculos más importantes que podemos encontrar. Pero hay más: la comodidad, el miedo y la ignorancia. Sin embargo, si los observamos de cerca, descubriremos que todos ellos no son sino disfraces del egoísmo.

Necesitamos acudir al Señor y pedir de verdad y de corazón que nos haga sensibles a los demás y especialmente a sus necesidades vitales. Que nos ayude a saltar las fronteras que marcamos en nuestras relaciones con los demás, … y que sembremos vida por donde pasemos sanando las lepras de la incomprensión, de la tristeza, de las malas palabras, de lo que impide acercarte al otro, …. Que Dios nos haga libres para Él y disponibles para los demás.