Comenzamos el adviento y por lo tanto el tiempo renovado de la esperanza en esta historia y en nuestra comunidad eclesial.
Nuestras esperanzas son muchas y grandes, son humanas y divinas, son precisas y, a la vez, elevadas. Cada día tiene su pequeño milagro; cada día tiene su luz, su aire o su agua; cada día podemos ver la huella de Dios en los acontecimientos por pequeños que sean o en los encuentros con las personas.
Una palabra bella y bien pronunciada sobre la persona; una sonrisa necesaria; la amistad compartida con los demás; el mismo encanto de una conversación sencilla pero agradable; incluso en el mismo dolor y debilidad cuando sentimos que no estamos solos…. ¿ no son razones cotidianas para la esperanza?.
Pero muchas veces ocurre que queremos ser mas que Dios y cuanto el hombre más arriba quiere llegar por sus propias fuerzas y a costa de los demás, más se aleja de Dios; y cuanto más se rebaja para que los demás sean de verdad ellos mismos, y Dios sea Dios, más se encuentra con el mismo Dios.
Y celebramos el adviento porque cuanto más sentimos el deseo de abrirnos a Dios es porque Dios ya ha venido; Él es el aliento que respiramos y en Él nos movemos y existimos. Y ha llegado en el Hijo, el Dios que viene humilde y que casi pide perdón.
Es necesario acercarnos a este Dios en el adviento porque baja y llega a nosotros cada día multiplicando sus bendiciones; baja en la Palabra y en el silencio; baja como maná permanente en la Eucaristía ; baja como peregrino y como pobre; baja como hermano y compañero; …. Pero baja para siempre y se queda para siempre; tan sólo necesitamos limpios los ojos del corazón.