Los primeros cristianos estaban convencidos de que Jesús, el Resucitado, volvería muy pronto lleno de vida; … pero no fue así y, poco a poco, tuvieron que prepararse para una larga espera.
Esta espera provoca los signos que desalientan la fe: la dejadez, el sueño y el cansancio, el desaliento, la despreocupación, … incluso el olvido. Posiblemente estas fueron algunas de las realidades que vivía la primera comunidad cristiana.
Es fácil imaginar ciertas preguntas: ¿Cómo alimentar la fe sin dejar que se apague? ¿Cómo vivir despiertos mientras llega el Señor?
No podemos nunca olvidar que lo que fortalece nuestra fe es el contacto con el Señor.
Necesitamos una “calidad nueva” en nuestra relación con Él. Cuidemos lo que centra nuestra vida en su persona y no gastar energías en lo que distrae de su evangelio. Encender cada domingo nuestra fe escuchando e interiorizando su Palabra, y participando de su cuerpo entregado para comulgar vitalmente con Él. Nadie puede transformarnos a nosotros y a nuestras comunidades como Él.
Tal conducta es ser sensatos como las doncellas prudentes, y poseer la sabiduría de Dios. Ésta, según la primera lectura, se deja ver y encontrar de quien la busca. Tal sabiduría es la dimensión práctica del discernimiento cristiano que da la fe, para distinguir los valores, las actitudes y los signos de los tiempos como llamadas de Dios. Por eso es don del Espíritu Santo y no mera ciencia humana, ni siquiera simple juicio común, y menos aún astucia cautelosa, sino comprensión plena de la realidad personal, familiar, profesional y social por la sabiduría cristiana de la fe.
Hay muchos cristianos de fe débil que mantienen su lámpara apagada, y deambulan por la vida atolondrados, embotados e incapaces de percibir la urgencia de la hora presente, sin personalidad ni consistencia evangélica. Están necesitando esa sabiduría de Dios que nos da una mentalidad nueva, despierta, previsora y activa; la única apta para superar el aburrimiento y la vulgaridad de una vida superficial que se contenta con cualquier sucedáneo de Dios.
Otros viven sin horizonte ni ilusión de futuro, sumergidos tan sólo en el presente: dinero, poder, materialismo en sus múltiples imágenes. Cuando la muerte llama a su puerta lloran sin esperanza o fingen firmeza ante la nada, porque no tienen fe, como dice san Pablo en su primera carta a los Tesalonicenses, escrita hacia el año 51 (2° lect.): "Pues si creemos que Cristo ha muerto y resucitado, del mismo modo a los que han muerto en Jesús, Dios los llevará con él... Consolaos mutuamente con estas palabras".
En la vida de todo cristiano hubo un momento clave en que se encendió la luz de la lámpara bautismal; y a este dato se remite el frecuente simbolismo litúrgico de la luz pascual. Pues bien, debemos alimentar esa luz constantemente con el amor y la fidelidad diaria, para no encontrarnos desprovistos de aceite en el momento culminante e imprevisible de la venida del Señor. Toda celebración eucarística, además de ser signo del banquete del reino y memorial de la cena del Señor, es también anuncio de su muerte y resurrección hasta que él vuelva. Aquí resuena el eco de la esperanza cristiana.
Mantengamos recebadas nuestras alcuzas de aceite desde la fe y la esperanza para que nuestra espera sea signo de alegría por la llegada del Señor a nuestra vida.