viernes, 29 de abril de 2011

SIGNOS DE SU PRESENCIA

Un hecho concreto llama la atención en la vida de los apóstoles como lo narra el evangelista san Juan este domingo: se encuentran encerrados y con mucho miedo, y es normal porque se habían derrumbado todas sus espectativas ante el acontecimento de la cruz y de la muerte del Señor.

El miedo los ha paralizado, … ha roto en ellos cualquier atisbo de esperanza, … les ha destrozado física y moralmente. Al menos permanece la posibilidad de estar juntos, de autoprotegerse, … porque muchos otros discípulos cogieron el camino de vuelta a su vida rutinaria.

Y esta no es una realidad extraña a nuestra vida: tenemos miedo a muchas cosas y realidades: a la enfermedad, a que no se cumplan nuestros proyectos, al futuro de la familia y de los hijos, al padre o madre enfermos, a la soledad, ante la falta de un ser querido, …

Nos preguntamos: ¿ Dónde se encuentra Cristo resucitado en medio de mi experiencia?  Y seguramente que se encontrará en mi vida con sus palabras y vestido con los signos de la crucifixión: “ Paz a vosotros”. Curiosas palabras, porque ante el miedo lo primero que se pierde es la paz en el corazón.

En los apóstoles brotó la alegría por el encuentro y el reconocimiento. Pero ante esa alegría, ante esa fe en el resucitado que nos anima a evangelizar en los signos cotidianos, reconociéndole en los apuntes de vida y esperanza que nos rodean, queda el espacio de la incredulidad ( ¿ falta de fe quizás?): “ Si no veo las huellas en sus manos y en su costado no lo creo”.

En nuestro corazón albergamos a un santo Tomás: “ si no lo veo no lo creo”. Y cuántas veces, a pesar de ver, nos cuesta trabajo creer. La resurrección nos anima a mirar de otra forma, porque en los signos de la cruz, también descubrimos los hechos de la vida: la esperanza en creer en los demás y en sus posibilidades; en el amor entregado y fecundo de los jóvenes que comprometen sus vidas; en el abuelo que recibe el cariño constante de los suyos; en el enfermo que nunca está sólo; en el hijo que descubre y agradece el trabajo honrado de sus padres y se entrega, con ganas, a sus estudios; en el joven que antepone su entrega en el trabajo con los más desfavorecidos a una nómina suculenta; en nuestra monja de clausura con toda una vida entregada a su comunidad y a la misma Iglesia; la joven profesional que se marcha durante algunos años a prestar sus conocimientos y su vida en cualquier país de los que llamamos tercer mundo;… es sólo cuestión de querer abrir los ojos y mirar como Dios mira.

Seamos un poco también como Tomás: no cerremos la puerta, no nos quedemos en nuestra postura, dando por resuelto, cualquier dilema. Si él no hubiera deseado creer, no habría estado en el cenáculo días después. Pero es un hombre que busca, que no está quieto, que quiere creer de verdad. Y al final lo encuentra, o es encontrado, que más da. Pero acaba afirmando al Dios de la vida: “ Señor mío y Dios mío”.

Que nosotros, cada vez que veamos un signo de resurrección, de vida, de esperanza, por pequeño que sea, podamos en esta Pascua afirmar como Tomás. Tan sólo hay que pararse, mirar y aceptar a este Jesús que sigue queriéndose encontrar con nuestra incredulidad para transformarla en gozo y alegría, precisamente los dones que evaporan el miedo.